HORACIO NARCISO DOVAL:
Debutó en el San
Lorenzo de Los Carasucias y la rompió, pero mejor le fue en Río de Janeiro,
donde fue ídolo de Flamengo y Fluminense. Lo apodaron “El Pelé blanco” y con
sus ojos muy azules y su cabello muy rubio se convirtió en un playboy
irreverente y conquistador.
“A Narciso Horacio
Doval, con sus porteños 20 años recién cumplidos y su rostro de permanente
expresión azorada, con dos lucecitas picarescas bailando en las pupilas, lo
sacó de la Primera de San Lorenzo lo mismo que lo había llevado allí: su exceso
de habilidad. La habilidad de un fútbol sin arcos y sin goles. De un fútbol
lleno de travesura, de encanto… y de irresponsabilidad”.
En 1965, El Gráfico
advertía de las bondades del juego de Doval, pero también de ciertos vicios
autodestructivos que arrastraba el Loco y que harían complicados sus primeros
años en el fútbol argentino. En el Ciclón había debutado en 1962, en una
derrota 4-1 contra River. Ese día, en la primera pelota que tocó, intentó
gambetear, sin éxito, a Amadeo Carrizo. El murmullo de la tribuna se volvió
atronador y lo dejó marcado por un buen tiempo.
A los ocho años detestaba la disciplina que le imponían los curas y se fugaba con la excusa de sumarse a los picados que se improvisaban por la zona. Así logró forjar la habilidad que llamaría la atención de un delegado de San Lorenzo mientras participaba de un partido, ya con edad de Sexta División, enfrente de la embajada de Estados Unidos.
El Loco completó las inferiores en el Ciclón y, tras su complicado estreno frente a River, regresó a la Reserva. Todavía cargaba con las costumbres de los partidos de potrero. No le gustaba marcar y se diluía en jugadas intrascendentes. Dentro del área no pateaba al arco y le costaba largar la pelota. “¿Que soy morfón? Podrá ser –contó tiempo después–, pero sólo cuando los demás no se destapan. Antes que rifarla o que la pierda otro prefiero tenerla yo. Y suponiendo que haya alguien libre por detrás mío… ¡Bueno! ¿Cómo puedo saberlo? Si a mí lo que me interesa es avanzar”.
Doval superó los rechazos iniciales en una gira por México y en un partido en Guadalajara la rompió en un triunfo de San Lorenzo. Ese fue el comienzo de Los Carasucias, un equipo que en 1964 no logró títulos pero sentó las bases para la recuperación del pedigrí del fútbol local.
“El apodo viene por la Selección que jugó el Sudamericano de Lima en 1957 –recordó Héctor Veira en El Gráfico de mayo de 2013-, la de Corbatta, Maschio, Angelillo y Sívori. Y en San Lorenzo surgió una generación de pibes atrevidos, también, que venían de las inferiores y jugaban muy bien: Doval, Telch, Areán, Veira y Casa. Teníamos una gran precisión y queríamos ganar, pero no estábamos preparados mentalmente para salir campeones.
De repente, en un día inspirado le metíamos cuatro goles a Alemania, ¡eh! Cuando salíamos de gira, les pegábamos cada baile a los equipos más importantes que ni te cuento, pero de golpe nos íbamos del partido”.
Jugando con Los Carasucias, Doval
había cambiado los silbidos por aplausos. Había mejorado en la definición y
tras pasar por el puesto de wing derecho y mediocampista, ya jugaba como
centrodelantero y formaba parte la Selección, con la que debutó en un amistoso
frente a Chile en Santiago.
Sin embargo, el 8 de octubre de 1967
el Loco quedó asociado a un confuso episodio con una azafata. En un vuelo desde
Mendoza a Buenos Aires, luego de una derrota contra el San Martín cuyano, el
árbitro Guillermo Nimo –que también viajaba de regreso– denunció haber visto
cómo Doval posaba su mano sobre “la parte trasera” de la empleada de la
aerolínea y daba una serie de golpes.
El escándalo fue conocido rápidamente
como “El caso de las tres palmadas” y hubo tantas versiones como protagonistas implicados.
Una indicaba que fueron varios los jugadores que se sobrepasaron con la
azafata, pero que el Loco decidió cargar con la responsabilidad porque sus
compañeros eran casados. Otra sostenía que Doval discutió con Nimo por su flojo
arbitraje en Mendoza y, tras haber sido tratado de ladrón, el juez se quiso
descargar con una falsa acusación.
Cierto o no, el
asunto nunca se esclareció, la azafata jamás habló públicamente y no hubo
intervención alguna de la Justicia ordinaria, pero la AFA, a través de su Tribunal
de Penas y por respeto a la disciplina castrense implementada por el presidente
Juan Carlos Onganía, sancionó a Doval por un año.
El Loco, con la
suspensión a cuestas, pasó un tiempo en el Elche español, pero volvió
rápidamente y fue citado por un dirigente que pensaba eximirlo de la pena:
“Mire, yo lo voy a exonerar del castigo, pero debe comprometerse a hacer un
retiro espiritual conmigo para poner las cosas en su lugar”, le dijo. Doval
entendía que no había nada que acomodar y prescindió de la “ayuda” ofrecida. La
hinchaba lo defendía con un cántico característico: “Por una loca, una p...
azafata, lo suspendieron al Loco Serenata”.
En 1969 el
entrenador brasileño Tim, que se había consagrado con el San Lorenzo de Los
Matadores, asumió en Flamengo y los dirigentes cariocas le preguntaron cuál era
el mejor futbolista del Ciclón. “El mejor es el que no jugó”, respondió, y
Doval, que se había perdido la temporada por la suspensión, aterrizó en Río de
Janeiro.
A las pocas semanas de su arribo ya tenía un contrato con una
productora de televisión para hacer tres publicidades. La rubia postal de
Doval, su físico en traje de baño en las playas de Ipanema y Copacabana y la
bohemia brasileña en la que el argentino encajó perfectamente, lo convirtieron
en un playboy acostumbrado a adornar las revistas del corazón. Bien acompañado
por las “garotas”, posaba en páginas centrales.
En Río de Janeiro, Doval se enamoró
de la despreocupación del fútbol brasileño y de las libertades. Nadie les
prohibía a los jugadores ir a la playa e incluso eran los mismos entrenadores
los que incentivaban a sus dirigidos a bañarse en el mar para relajar los
músculos.
En el Fla fue goleador en 1970, pero un año después discutió con el
técnico Yustrich y pidió que lo cedieran a otro equipo. No compartía que las
jornadas de trabajo arrancasen a las siete de la mañana, que fuera necesario
hacer cola para ir al baño o que todos los jugadores tuviesen que cortarse el
pelo.
Su destino, en
1971, fue Huracán. Allí se encontró con el Bambino Veira y con Toscano Rendo, y
dirigidos por Osvaldo Zubeldía no pudieron hacer una buena campaña. Doval jugó
29 partidos y convirtió 5 goles. En 1972 regresó a Flamengo.
La segunda etapa en
Brasil fue más fructífera. El Loco fue goleador en 1972, 1973 y 1974 y además
ganó dos veces el Campeonato Carioca (1972 y 1974) y en dos oportunidades la
Copa Guanabara (1972 y 1973).
Fue tal la
popularidad que alcanzó que lo apodaron El Pelé blanco, un alias que luego
heredó Zico, con quien conformo La dupla del pueblo. En 1972 fue protagonista
de un hecho histórico cuando, tras marcar el gol de su equipo en la final
estadual ante el Fluminense, el Maracaná, que estaba colmado de gente, coreó su
nombre.
La magnificencia de su figura hizo
que los relatores, que durante el reinado de Pelé no solían llamarlo por su
nombre, sino que cuando tocaba la pelota lo llamaban “él”, empezaron a decir
“el otro”, cuando quien conducía la jugada era Doval. Eran los dos únicos
futbolistas de Brasil que no necesitaban nombres propios. Para entonces, el
Loco ya era el Gringo para los cariocas.
En 1975 sucedió lo
impensado y Doval pasó a jugar en el Fluminense. “Contratarlo siempre fue mi
sueño. Yo lo veía como un jugador perfecto para el Flu, aunque ya había sido
ídolo del Fla. Era tan famoso como Zico. Una cosa increíble. Era un jugador
espectacular, implacable en la definición”, confesó Francisco Horta, el
presidente del Flu que logró incorporar al argentino.
El trato se hizo en
un trueque en el que Doval, Renato y Rodrigues Neto se fueron al Fluminense y a
cambio el Flamengo se quedó con Toninho, Roberto y Zé Roberto. La transferencia
pasó a la historia en una canción de Jorge Benjor que se llama Troca troca
-Cambio cambio en castellano-, en cuya letra habla del error imperdonable que cometió
el presidente del Fla al ceder al argentino.
En el Fluminense,
jugando al lado de Rivelino, Doval ganó el estadual de 1976, en el que fue
goleador. Un año antes, en 1975, había sido distinguido como Ciudadano
Honorario de Río de Janeiro y se había nacionalizado brasileño.
En 1979 regresó a San Lorenzo y
volvió enamorado del fútbol de Brasil. “Ellos son unos fenómenos y nosotros un
desastre –declaró–. Por eso hay tantos jugadores argentinos allá y ningún
brasileño acá. Además, tienen muchas lecciones para darnos. En el Flamengo, por
ejemplo, jugaba Brito. Brito se fue a México, volvió campeón del mundo y al día
siguiente se puso a entrenar junto a todos nosotros como si recién lo hubieran
puesto en Primera”.
Su segunda etapa en
el Ciclón no fue buena, en consonancia con el momento que vivía el equipo, pero
dejó una anécdota para la historia. “Una vez –recordaba Juan Carlos Lorenzo–,
en el Hotel Argentino, tomé el ascensor con él.
Paró en el primer piso y subió
una mujer, extravagante, que tenía un collar de perlas muy llamativo. Doval se
puso detrás de ella, le apoyó el dedo en la espalda y le dijo ‘¡Arriba las
manos!’, y la mujer pegó un grito tremendo. Yo le expliqué que era un chiste,
pero igual bajó y se quejó en la administración. Me llamaron, hice el descargo,
pero le tuve que aplicar al Loco Doval una multa de diez mil pesos. Después
bajamos a cenar. En una mesa se sentaban Veira, Doval, Casa, Areán y Carotti.
Sí, era una mesa brava. La fulana también estaba cenando. Cada tanto se daba
vuelta y lo miraba al Loco, que tenía una facha impresionante. En un momento,
Doval le grita desde la mesa: ‘Ni me mirés, ¿eh?, que ya me saliste diez
lucas’”.
Los últimos años de
su carrera los pasó en Estados Unidos, donde en la incipiente NASL –predecesora
de la MLS- jugó en Cleveland Cobras y New York United. Se retiró a los 37 años
y se radicó en Brasil. El 12 de octubre de 1991, a la salida de un boliche en
Belgrano, un infarto lo fulminó a los 47 años. Su estrella se apagó demasiado
pronto, pero el mejor legado fue su vida de película.
Por Matías Rodríguez / Fotos: Archivo El Gráfico
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